Cuando reduces la velocidad, aparece la vida

¿No has pensado alguna vez en que todo pasa demasiado deprisa y sin demasiado placer?

Acelerar la velocidad y subir el volumen, no hace más que amputar el paisaje, aumentar la concentración en la supervivencia y arriesgar la continuidad del camino.

Bajar la velocidad, en cambio, supone detener el tiempo a propósito, a tu voluntad. Sólo las personas que son conscientes pueden hacerlo. Ellos son buenos «catadores» de la vida, que se toman el tiempo adecuado en saborear lo que consideran un valioso y motivador momento. Ellos conservan el secreto de la eterna juventud, pues detener el tiempo es vivir con el corazón joven para siempre. Cazadores de detalles y sensaciones, de minúsculos rubíes, de diminutas joyas, de pequeños momentos y cotidianas cosas.

Bajar la velocidad supone enterarse de lo que está pasando. Subir la velocidad significa volverse ciego emocionalmente y morir en vida sin haber vivido. Hacer menos es hacer más: Esa es la paradoja a la que generosamente nos invita la vida cuando somos conscientes de ella.

Cuando frenamos el tiempo a la hora de cenar, mirar a los ojos, hacer el amor o trasladarse al trabajo; todo se reconvierte en: que cada cena es un momento de recogimiento y de personal cuidado, perderse en una mirada o en todas ellas, sumergirse en el orgasmo más completo y prolongado y pasear cada mañana antes de ir a trabajar en lugar de traslados… amar y agradecer en constancia. Seguramente la cantidad será menos, pero la sensación de vivir será infinitamente más. Y de vivir se trata, ¿verdad?

El amor nace en la lentitud de la observación y en los rincones menos sondeados. Ante la velocidad, el amor se disimula y cuesta percibirlo. El bosque del perdón y la gratitud ni se ve. Pasas con tu moto vital a grandes velocidades, y aunque pases casi rozándolos, ni te enterarás de su presencia. Amor, Gratitud y Perdón son invisibles a la alta velocidad.

La ternura y el diálogo precisan de velocidades de paseo, de buenos momentos relajados y de bellos paisajes detenidos para el momento.

Sin la velocidad, disminuye el ruído (efecto secundario de la rapidez), y permite abrir los ojos al universo sonoro, del detalle acústico de un beso, de la fragancia sonora del caminar de los que amamos, de las noticias musicadas de un sutil y escondido «te quiero» y del chascarrido y gracia de una risa robada en un disimulado momento. Una gran orquesta está sonando para ti mientras el ruído de tus motores a cien por hora la callan y te privan de ella, haciéndote morir en cada momento no vivido.

¿Has oído alguna vez el sonido de un abrazo? Un niño sí… pues oye ante la lentitud de su madre, en el devenir de su acogedor abrazo, una música celestial para tan inveloces y párvulos oídos…

Deteniendo el tiempo nos liberamos de él y devenimos más vitales, más libres y más humanos.

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